Thursday, November 11, 2004

Caída

Once de la sombra y la hora es indeleble.

La brisa nocturna me envuelve,
me adivina natural, zen
y afina su perfecto balance de rocío.

Los pasos de la luna braman en las calles,
hacen brotar inquietudes abozaleadas,
solas hasta de ausencia.

Las veredas me llaman.

Decido recorrer la noche
que imita una toma perfecta de Eisenstein:
Carina, Puppis y Vela
se pierden entre la contaminación luminosa
fingiendo ser personajes literarios
en una perfecta representación.


Camino.

La ciudad es un museo de apariencias,
de penumbras calcáreas,
de seres momentáneos.


El cielo derramándose
es un cuadro que nadie ha pintado.

La pelea entre los colores;
el deseo del rojo por el azul,
crea millones de colores.

Las constelaciones,
tácitas confidentes de un día,
también quieren jugar,
pero súbitamente
un rapaz cielo gris lo envuelve todo.

El perfume del silencio oxida el tiempo.

La noche empieza a burbujear;
murmura con voz de marino.
Arriba, estrellas lejanas se eclipsan,
desaparecen en una copa.

Las aves de mis uñas temen
el nacimiento de un vacío lleno de abanicos.
El gastado planteamiento del aire
me mira ensimismado.



No quiero escribir más.

La esperanza se sumerge entre los cerros
y sólo el desengaño queda despierto,
aunque sea únicamente
una imagen en el teatro de la pseudo-realidad
o el paso sonámbulo de un sueño.

La niebla venda lentamente las formas,
Las horas se engullen en sí mismas.

Un caballo de acero relincha.

El futuro no ha despertado,

se ha caído en un sueño.

















Publicado originalmente en Tinta y Papel, número 6, otoño 2004.
http://artsandscience.concordia.ca/cmll/spanish/Tinta_y_Papel_6/Poema_CarlosAntonioPajuelo.pdf
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